Los veo pasar.
Va María, apoyada en el brazo de José, con paso lento. Llevan
ya más de día y medio de recorrer, en aquella tortuosa Jerusalén,
calles y plazas, casas de conocidos y albergues públicos, sin que nadie
les dé la, razón de su hijito perdido. De doce años nada
más, en una ciudad apretada de judíos y extranjeros, que pasan
ahí las fiestas de Pascua.
Es ya el tercer día de aquel tormento de buscar y más buscar,
inútilmente.
- ¿No estará en el templo? - , dice María.
Suben por una de las rampas; aparece el amplísimo atrio del templo, rodeado
de columnas.
Se detienen un momento. Una multitud de gente cruza en varias direcciones. Hay
de todas las edades, niños también; pero ninguno es el tesoro
perdido.
Se distingue a lo lejos un grupo de gente sentada en el piso de una columnata,
frente a unos personajes instalados en sillones.
Es una catequesis que dan en aquellos pórticos los doctores de la ley,
por las mañanas.
José y María se dirigen allá.
De pronto se desprende María del brazo de José y acelera el paso.
Le parece que ha distinguido a su hijito. Se detiene un momento; vuelve al lado
de José, y sin poder contener el gozo, exclama: - ¡Ahí está!
- Y se apoya en el brazo de José, porque siente que se desmaya. Su corazón
está en el cielo, deshaciéndose en palabras de alabanza al Padre
celestial, que les ha devuelto a su tesoro.
José la sostiene y avanza despacio, aguza la vista y
lo descubre:
- ¡Es él! No cabe duda.
Los maestros han hecho sentar a Jesús en un taburete, muy cerca de ellos.
Las preguntas y respuestas de aquel muchachito desconocido, los tienen desconcertados.
Pero la catequesis ha durado ya buen rato. Y el más autorizado de aquellos
doctores, se levanta: - Mañana nos veremos aquí - , anuncia.
Y todos aquellos rabinos se ponen de pie; se oye el murmullo de la oración
que recitan, y se alejan.
En derredor de Jesús se apiñan las madres con sus hijos. - ¿Cómo
te llamas?
Y tu padre ¿cómo se llama?
¿De
dónde llegaste?. .
María y José contemplan emocionados.
Cuando iba ya quedando el niño casi solo, se acerca María con
los brazos abiertos; el hijo se arroja en ellos. .
Ella le mojaba el pelo con su llanto; él calla.
Lo abraza José, también llorando.
Entonces irrumpe la madre con voz tiernísima: . - Hijito, ¿por
qué no nos avisaste nada? ¡Mira cómo andábamos tu
padre y yo, muriéndonos de angustia, buscándote en toda la ciudad!
.
Jesús la mira; y con gran dulzura, acercándose, le dice: - ¿Por
qué me buscaban tanto?, ¿No sabían que yo tengo que estar
en las cosas de mi Padre? - Y se quedaron mirándose los dos.
María y José se hallaban ante un misterio: Las cosas de su Padre
celestial.
No se atrevieron a pedir explicaciones.
Al amanecer del día siguiente, después de un sueño todo
paz y descanso, van saliendo los tres por la puerta de la muralla.
Nazaret los espera.