En la orilla del Jordán
pasaba algo muy extraño.
Un hombre; que parecía un profeta, predicaba, exhortaba a la penitencia
y al arrepentimiento de los pecados. Era Juan, al que empezaron a llamar "el
Bautista".
Había una verdadera multitud escuchándolo.
Su palabra era vigorosa; persuadía y conmovía.
Mucha gente se acercaba más y le pedía el bautismo, que él
ofrecía al que quisiera recibirlo.
Se acercó uno de tantos, un hombre joven, de apariencia modesta y humilde.
Lo miró Juan y se detuvo; lo miró con más atención.
Y en aquel momento se le reveló que era el Mesías esperado, tan
deseado, cuya venida él anunciaba.
Era en efecto Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, hecho hombre, que había
venido del seno del Padre celestial y se había revestido de carne humana;
se había hecho un hombre verdadero, sin dejar de ser Dios, para salvar
a todos los hombres que habitaban la tierra.
Juan le dijo:
- Pero, si soy yo el que debe ser bautizado por ti! ¿Cómo vienes
a que yo te bautice?
Con voz suave, amorosa, le replicó el Señor:
- Bautízame. Conviene que se cumpla en todo la voluntad del Padre que
está en los cielos.
Juan todavía se detuvo. Luego, en un impulso de fe, derramó el
agua sobre la cabeza y los hombros del Señor.
Salió del agua Jesús, y se quedó en profunda oración.
Juan lo miraba en silencio; lo mismo hacía la gente de la orilla.
De pronto vino del cielo una luz intensa, como si se hubiera rasgado el velo
azul del firmamento; y bajó volando una paloma, que reposó sobre
la cabeza del Señor. Este permanecía inmovil.
Juan se estremeció y empezó a derramar lágrimas de emoción:
¡Aquella era la señal que se le había dado como revelación,
para conocer al Salvador!
Y de la abertura del cielo salió una voz profunda y sonora que invadió
la llanura: "Este es mi Hijo, el muy amado, en quien tengo todas mis complacencias".
Toda aquella multitud, respiraba con esfuerzo y sentía que el corazón
le golpeaba
El Padre celestial había presentado a su Hijo, redentor de la raza humana
pecadora.