- ¡Mírenlo!
; ahí viene
Es el que yo les decía. ¡Este es el Cordero
de Dios, el que ha venido a quitar, los pecados del mundo!
Toda la gente se había vuelto para mirar.
Por una vereda, a poca distancia del río, pasaba un hombre solitario.
Una trepidación general había sacudido a aquella pequeña
multitud de hombres y mujeres, que aguardaban con anhelo la aparición
del Salvador.
El que lo señalaba, emocionado, era Juan, el Bautista.
En voz muy baja se oyó decir: "¿Vamos a conocerlo?"
Era un muchacho galileo que invitaba a otro, casi de su edad.
Se acercaron los dos al Bautista.
- Maestro -, le dice uno de ellos -, ¿podríamos ir , a conocerlo?
- ¡Vayan, vayan! - , responde el Bautista con el rostro iluminado. No
deseaba él otra cosa con más ardor que poner a aquel pueblo en
comunicación con el Señor.
Abriéndose paso, salieron del grupo aquellos dos jóvenes, pescadores
de oficio, de corazón muy sano y ávidos de encontrarse por fin
con el tan esperado Salvador, ¡el Mesías!
Por la misma vereda y acortando distancias, exhortaron los dos a andar sin decir
palabra. Eran Andrés y Juan.
Las miradas de toda la gente no se apartaban de ellos.
Notó Jesús que lo seguían; se detuvo y, volviéndose,
les preguntó:
- ¿Que Buscan?
Ellos se quedaron mudos e inmóviles: el aspecto del Señor los
tenía sobrecogidos: alto, hermoso, y con una expresión de interés
y cariño tan penetrante, que los paralizaba.
- ¿A quién buscan? - , volvió a preguntar el Señor,
acercándose suavemente un paso.
- ¡Rabbí! - , pudo al fin decir Andrés. Dudaba. Por fin
preguntó: - ¿En dónde, estás viviendo?
Y el Señor, con una sonrisa que habrían de recordar los dos toda
su vida, - Vengan -, les dice. Y los conduce a una cabaña de ramas, ahí
muy cerca.
¿Qué oyeron aquella tarde los dos afortunados pescadores, los
primeros escogidos por Jesús, para hacerlos sus discípulos? Nadie
lo sabe.
Cuando, ya entrada la noche, se retiraron a su cabaña de enramada, intentaron
dormir y descansar. Pero al amanecer, ya estaban en pie, para hacer conocer
la maravilla que habían encontrado.
Andrés ardía en deseos de encontrar a Simón, su hermano,
que andaba cerca.
Se pusieron a buscarlo.
Andrés, a lo lejos, lo vio venir y corrió a él sin poderse
contener.
- ¡Simón! - , gritaba.- ¡La gran noticia!- Luego, acercándose
y en secreto: - ¡Está ya entre nosotros el que tanto nos anunciaba
Juan!... ¡El Mesías!
Y le refirió todo el encuentro
de la tarde anterior.
Simón era un hombre de experiencia. Veía a su hermano tan impresionado,
tan conmovido, que se preguntaba si todo aquello sería verdad. Pero se
dejó conducir a buen paso, casi corriendo, al lugar en que vivía
e1Señor.
Salía Jesús de su cabaña. Al verlos se detuvo.
Cuando Simón vio, a la luz de la mañana, aquella figura del Señor
y sintió sobre sí aquel manto de amor y de ternura que se desprendía
de su rostro, se quedó sin palabras, asombrado y oyó que el Señor
le decía con voz tranquila y dulce:
- Tú eres Simón, hijo de Juan; pero te llamarás Kefás.
Oían estupefactos Andrés y Juan.
Cuando Simón pudo moverse, dio dos pasos, tomó con sus manos las
del Señor, se las besó, con un beso largo; luego, vacilando un
momento, se atrevió y puso sus labios, con un respeto sagrado, en la
mejilla del Señor.
Jesús tomó entre las suyas las manos del nuevo apóstol
y lo besó despacio, en la frente.
Simón prorrumpió en llanto.
Nadie hablaba.
Había escogido, casi había ungido el Señor a sus tres primeros
apóstoles.