Vamos a la orilla de enfrente.
(Mt 8, 28-34; Mc 5, 1-20; Lc 8, 26-39)

- Oye, ¿a dónde vamos?-, pregunta uno de los apóstoles a su compañero de banco, mientras reman.
Le respondió: -A la costa de enfrente.
- Pero, si aquello es un desierto.
- Se encoge de hombros el que había respondido y sigue remando.
La costa oriental del lago ya se acercaba.
No se ven casas. Montículos sin vegetación y arena. ..
Pero ahí viene un hombre. ...
Es un ser horripilante, desnudo y negro de pies a cabeza.
Encalla la barca en la arena y todos saltan a tierra.
Con una voz chillona, penetrante, grita, desde cierta distancia el hombre agreste, que parece una fiera:
-¿Qué vienes a hacer con nosotros, Hijo de Dios? -Y enseguida se postra en el suelo. -¿Vienes a atormentamos? ¡No nos mandes al abismo!
El grupo de los apóstoles, casi aterrorizado, no avanza un paso. El Señor sí; se acerca al endemoniado lentamente.
-¿Cómo te llamas? -
- Somos muchos. Me llamo "Legión"... Déjanos r a los puercos.
Hubo una pausa. Luego el Señor les dice con mansedumbre: -Vayan.
Inmediatamente, los puercos de la colina se pusieron furiosos: con chillidos estridentes se acometían unos a otros. Los más cercanos al extremo de aquella colina que llegaba hasta las olas, echaron a correr pendiente abajo. Al llegar al agua, no se podían detener, la multitud que venía detrás los arrastraba y entraban gruñendo entre las olas. Pronto se fueron ahogando todos. Y en unos cuantos minutos, la piara entera (eran unos dos mil) se había precipitado en el lago...
Los porquerizos echaron a correr , aterrados, para contar en la ciudad vecina cuanto habían visto.
Entre tanto los apóstoles se preguntaban admirados:
-¿Has visto cómo le obedecen los demonios? ¡Le piden permiso!
Vinieron a toda prisa los dueños de aquella piara y muchos curiosos.
No volvían de su asombro: miraban a aquel desconocido, de aspecto imponente y tranquilo. El endemoniado, que ellos conocían de sobra, libre ya de la posesión diabólica. Contrastaba su cabeza enmarañada y negruzca con la túnica blanca que le habían prestado. ¡Era un hombre tratable!
¿Reclamar al autor de aquel desastre? Mejor no. Era imposible, ante tales poderes sobrehumanos, hacer una reclamación. Y optaron por rogar al Señor, cortésmente, que se retiraran de aquella región.
Junto al Señor el hombre, libre ya de poderes extraños, lo miraba y lo volvía a mirar, con un cariño casi filial. .
-¿Me dejas ir contigo ?-, se atrevió a decirle en voz baja.
-No-, contestó el Señor con un tono lleno de dulzura - Vuelve a tu casa y cuenta lo que Dios ha hecho hoy contigo.
Mientras se retiraban, uno de los apóstoles decía a su compañero:
-¿Pero, quién le pidió al Maestro que viniera aquí, a curar a ese infeliz endemoniado?
El compañero sonrió.
- Se lo pidió -, le dijo -, su corazón...