1. Entre las múltiples dificultades que los padres de familia encuentran hoy, aun teniendo en cuenta los diversos contextos culturales, se encuentra ciertamente la de ofrecer a los hijos una adecuada preparación para la vida adulta, en particular respecto a educación sobre el verdadero significado de la sexualidad. Las razones de esta dificultad, por otra parte no del todo nueva, son diversas.
En el pasado, aun en el caso de que la familia no ofreciera una explícita educación sexual, la cultura general, impregnada por el respeto de los valores fundamentales, servía objetivamente para protegerlos y conservarlos. La desaparición de los modelos tradicionales en gran parte de la sociedad, sea en los países desarrollados que en vías de desarrollo, ha dejado a los hijos faltos de indicaciones unívocas y positivas, mientras los padres se han descubierto sin la preparación para darles las respuestas adecuadas. Este contexto se ha agravado por un obscurecimiento de la verdad sobre el hombre al que asistimos y que conlleva, además, una presión hacia la banalización del sexo. Domina una cultura en la que la sociedad y los mass-media ofrecen a menudo, una información despersonalizada, lúdica, con frecuencia pesimista y sin respeto para las diversas etapas de la formación y evolución de los adolescentes y de los jóvenes, bajo el influjo de un desviado concepto individualista de la libertad y de un contexto desprovisto de los valores fundamentales sobre la vida, sobre el amor y sobre la familia.
La escuela, que por su parte se ha mostrado disponible para desarrollar programas de educación sexual, lo ha hecho frecuentemente sustituyendo a la familia y en general con fórmulas puramente informativas. A veces se llega a una verdadera deformación de las conciencias. Los mismos padres, a causa de las dificultades y por la propia falta de preparación, han renunciado en muchos casos a su tarea en este campo o han querido delegarla a otros.
En esta situación, muchos padres católicos se dirigen a la Iglesia, para que ofrezca una guía y sugerencias para la educación de los hijos, sobre todo en la etapa de la niñez y la adolescencia. En particular, los mismos padres expresan a veces su dificultad frente a la enseñanza que se da en la escuela y que los hijos traen a casa. El Pontificio Consejo para la Familia ha recibido de esta forma, repetidas e insistentes solicitudes para formular unas directrices en apoyo a los padres en este delicado sector educativo.
2. Nuestro Dicasterio, consciente de la dimensión familiar de la educación en el amor y del recto vivir la propia sexualidad, desea proponer algunas líneas-guía de carácter pastoral, tomándolas de la sabiduría que proviene de la Palabra del Señor y de los valores que han iluminado la enseñanza de la Iglesia, consciente de la « experiencia de humanidad » que es propia de la comunidad de los creyentes.
Queremos, pues, ante todo, unir estas indicaciones con el contenido fundamental de la verdad y el significado del sexo, en el marco de una antropología genuina y rica. Al ofrecer esta verdad, somos conscientes de que « todo el que es de la verdad » (Jn 18, 37) escucha la Palabra de quien es la misma Verdad en Persona (cf. Jn 14, 6).
La presente guía no quiere ser ni un tratado de teología moral ni un compendio de psicología, sino tener en cuenta las aportaciones de la ciencia, las condiciones socio-culturales de la familia y los valores evangélicos que conservan, para cualquier tiempo, la frescura siempre actual y la posibilidad de una encarnación concreta.
3. Algunas innegables certezas sostienen la Iglesia en este campo y han guiado la redacción del presente documento.
El amor, que se alimenta y se expresa en el encuentro del hombre y de la mujer, es don de Dios; es por esto fuerza positiva, orientada a su madurez en cuanto personas; es a la vez una preciosa reserva para el don de sí que todos, hombres y mujeres, están llamados a cumplir para su propia realización y felicidad, según un proyecto de vida que representa la vocación de cada uno. El hombre, en efecto, es llamado al amor como espíritu encarnado, es decir, alma y cuerpo en la unidad de la persona. El amor humano abraza también el cuerpo y el cuerpo expresa igualmente el amor espiritual.1 La sexualidad no es algo puramente biológico, sino que mira a la vez al núcleo íntimo de la persona. El uso de la sexualidad como donación física tiene su verdad y alcanza su pleno significado cuando es expresión de la donación personal del hombre y de la mujer hasta la muerte. Este amor está expuesto sin embargo, como toda la vida de la persona, a la fragilidad debida al pecado original y sufre, en muchos contextos socio-culturales, condicionamientos negativos y a veces desviados y traumáticos. Sin embargo la redención del Señor, ha hecho de la práctica positiva de la castidad una realidad posible y un motivo de alegría, tanto para quienes tienen la vocación al matrimonio --sea antes y durante la preparación, como después, a través del arco de la vida conyugal--, como para aquellos que reciben el don de una llamada especial a la vida consagrada.
4. En la óptica de la redención y en el camino formativo de los adolescentes y de los jóvenes, la virtud de la castidad, que se coloca en el interior de la templanza --virtud cardinal que en el bautismo ha sido elevada y embellecida por la gracia--, no debe entenderse como una actitud represiva, sino, al contrario, como la transparencia y, al mismo tiempo, la custodia de un don, precioso y rico, como el del amor, en vistas al don de sí que se realiza en la vocación específica de cada uno. La castidad es, en suma, aquella « energía espiritual que sabe defender el amor de los peligros del egoísmo y de la agresividad, y sabe promoverlo hacia su realización plena ».2 El Catecismo de la Iglesia Católica describe y, en cierto sentido, define la castidad así: « La castidad significa la integración lograda de la sexualidad en la persona, y por ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual ».3
5. La formación a la castidad, en el cuadro de la educación del joven a la realización y al don de sí, implica la colaboración prioritaria de los padres también en la formación de otras virtudes como la templanza, la fortaleza, la prudencia. La castidad, como virtud, no subsiste sin la capacidad de renuncia, de sacrificio y de espera.
Al dar la vida, los padres cooperan con el poder creador de Dios y reciben el don de una nueva responsabilidad: no sólo la de nutrir y satisfacer las necesidades materiales y culturales de sus hijos, sino, sobre todo, la de transmitirles la verdad de la fe hecha vida y educarlos en el amor de Dios y del prójimo. Esta es su primera obligación en el seno de la « iglesia doméstica ».4
La Iglesia siempre ha afirmado que los padres tienen el deber y el derecho de ser los primeros y principales educadores de sus hijos.
Con palabras del Concilio Vaticano II, el Catecismo de la Iglesia Católica recuerda que « Los jóvenes deben ser instruidos adecuada y oportunamente sobre la dignidad, tareas y ejercicio del amor conyugal, sobre todo en el seno de la misma familia ».5
6. Las provocaciones, provenientes de la mentalidad y del ambiente, no deben desanimar a los padres. Por una parte, en efecto, es necesario recordar que los cristianos, desde la primera evangelización, han tenido que enfrentarse a retos similares del hedonismo materialista. « Nuestra civilización, aún teniendo tantos aspectos positivos a nivel material y cultural, debería darse cuenta de que, desde diversos puntos de vista, es una civilización enferma, que produce profundas alteraciones en el hombre. ?Por qué sucede esto? La razón está en el hecho de que nuestra sociedad se ha alejado de la plena verdad sobre el hombre, de la verdad sobre lo que el hombre y la mujer son como personas. Por consiguiente, no sabe comprender adecuadamente lo que son verdaderamente la entrega de las personas en el matrimonio, el amor responsable al servicio de la paternidad y la maternidad, la auténtica grandeza de la generación y la educación ».6
7. Es por esto mismo indispensable la labor educativa de los padres, quienes « si en el dar la vida colaboran en la obra creadora de Dios, mediante la educación participan de su pedagogía paterna y materna a la vez ... Por medio de Cristo toda educación, en familia y fuera de ella, se inserta en la dimensión salvífica de la pedagogía divina, que está dirigida a los hombres y a las familias, y que culmina en el misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor ».7
En el cumplimiento de su tarea, a veces delicada y ardua, los padres no deben desanimarse, sino confiar en el apoyo de Dios Creador y de Cristo Redentor, recordando que la Iglesia ora por ellos con las palabras que el Papa Clemente I dirigía al Señor por todos aquellos que ejercen la autoridad en su nombre: « Concédeles, Señor, la salud, la paz, la concordia, la estabilidad, para que ejerzan sin tropiezo la soberanía que tú les has entregado. Eres tú, Señor, rey celestial de los siglos, quien da a los hijos de los hombres gloria, honor y poder sobre las cosas de la tierra. Dirige, Señor, su consejo según lo que es bueno, según lo que es agradable a tus ojos, para que ejerciendo con piedad, en la paz y la mansedumbre, el poder que les has dado, te encuentren propicio ».8
Además, los padres, habiendo donado y acogido la vida en un clima de amor, poseen un potencial educativo que ningún otro detenta: ellos conocen en manera única los propios hijos, en su irrepetible singularidad y, por experiencia, poseen los secretos y los recursos del amor verdadero.
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