UN CORTO CAMINO DE SANTIDAD

Por el Excelentísimo Sr.
Alban Goodier, S. J.
Arzobispo de Bombay.


Traducción del P.
A. Hurtado Cruchaga S. J.


PROLOGO DEL TRADUCTOR


Monseñor Alban Goodier, S. J. ex Arzobispo de Bombay, ha consagrado su vida al estudio de Jesús. Sus obras, “La vida pública de Ntro. Señor”; “La pasión y la muerte de Jesús”; “Jesucristo resucitado”, “Las parábolas del Evangelio” son un monumento de ciencia Cristológica, de piedad y sobre todo de la más fina penetración psicológica de los sentimientos de Cristo, de sus discípulos y de la muchedumbre que siempre lo rodea. El lector ríe, llora, admira como si fuese uno de los oyentes de Jesús.

Entre las obras de Mons. Goodier, hay una especialmente atrayente: es un folleto, modesto en apariencia, pero riquísimo en doctrina y que editado repetidas veces y traducido en varias lenguas ha recorrido el mundo haciendo el bien. Su autor con la sobriedad inglesa que le caracteriza, le titulo “A more excellent way,” un mejor camino; no el mejor, sino un mejor camino. Ese camino en la vida espiritual es Jesús íntimamente conocido sobre todo a través de los Evangelios.

El alma familiar a Cristo terminará, según la ley fundamental de la psicología del amor, por asemejarse a El.

No hemos querido retocar la introducción de este ensayo, a primera vista fría y desconcertante, seguro que el lector que tome el libro en sus manos comprenderá pronto el valor de esas paginas sobrias en su ardiente amor a Cristo y donde no hay nada de esa hojarasca palabrera que tanto molesta en algunos libros de piedad.

Alberto Hurtado Cruchaga, S. J.


I

Nos es muy necesario tener presente que la verdadera imagen de Nuestro Señor Jesucristo cual nos aparece en su vida mortal, y cual es aún ahora, nos ha quedado consignada en los Evangelios. Las otras vidas de Jesús, libros de meditación y obras por el estilo, pueden ayudarnos a interpretarlo, pueden darnos el resultado de ajenos descubrimientos, pero al fin de cuentas aún los más inspirados y vividos de estos escritos deben reconocer a los Evangelios como a su fuente y origen. Si su pintura difiere de la que nos dejaron Mateo, Marcos, Lucas y Juan, por más hermosa, fascinadora e inspiradora que sea no nos representa a Jesucristo sino como una hermosa fantasía de la imaginación del artista. Por esto léase o estúdiese lo que se quiera: vidas de Cristo, tratados ascéticos, libros místicos, las cartas y otros escritos de los santos, las más notables biografías e historias, las actas de los mártires y anales de la Iglesia, la más sutil teología y la más sublime poesía, no se olvide, sin embargo que todo esto ha sido escrito para ensanchar y profundizar el concepto de Nuestro Señor, y que nunca podremos dar de mano a la constante lectura de los Evangelios buscando a través de sus páginas a Aquél a quien ellas y únicamente ellas nos presentan como el Camino, la Verdad, la Vida.

Y, a la verdad, con ellas tenemos bastante: no lo bastante, es verdad, para satisfacer nuestra humana curiosidad porque tenemos ansia, casi diría ansia excesiva, de conocer todo lo que puede ser conocida, hasta los más triviales pormenores que conciernan al “Más hermoso entre los hijos de los hombres”, pero si lo bastante para formar una pintura perfecta; más aún, lo bastante para poner de manifiesto ante nuestros ojos una realidad viva cuyo estudio baste para ocupar toda vida y la de los hombres todos, sin que logremos nunca agotar tan rica mina.

Busquemos, pues, a Jesús en los Evangelios sin desechar la ayuda que nos puedan proporcionar otros libros, pero sin estribar en ellos como en último fundamento y tendremos el placer de hallarle por nosotros mismos. Desde el primer momento descubriremos a este Hombre, a Jesús, iluminado con una vista de su destino notablemente certera y clara que nada puede desviar, ni distraer, ni hacer vacilar: a las lágrimas de su madre opone una franca respuesta: “No sabíais que había de ocuparme en las cosas de mi Padre?”, y acalla con energía las protestas de Juan el Bautista, el primero de los santos: “Deja ahora, porque así nos conviene para cumplir toda justicia” Ninguna obscuridad, ningún titubeo en su camino; marcha por entre la vida y la muerte sabiendo siempre lo que ha de hacer.

Así, pues, es natural que le encontremos siempre claro, firme y decisivo en sus juicios, hablando en todo momento “como quien tiene autoridad” de modo que hasta sus enemigos se vean forzados a exclamar: “Nunca hombre alguno ha hablado como este hombre”, resuelto y sincero, sin hacer caso de las circunstancias desfavorables, ni de las asechanzas que le tendían los hombres, ni de sus esfuerzos “por cogerle en sus palabras”, ni de la circunspección que a veces se veía obligado a emplear.

Le contemplaremos también infalible en su apreciación de los hombres. Nunca le engaña o le desconcierta una impresión pasajera, ni procede contra sus dictámenes bien establecidos, ni confunde la maldad con la desgracia, sino que distingue la verdad de la falsía, lo realmente malo de lo realmente bueno, lo que corroe la raíz misma de la vida humana de lo que solamente marchita sus ramas, “aquello que conduce a la verdadera pa”, del mero y estéril formulismo; aprecia lo que hay de real y verdadero en todos indistintamente: en el corazón de un discípulo o de un enemigo, en el santo o en el pecador, en el creyente y en el pagano, en los que son buenos por rutina, en el común de los mortales y en el desecho de los criminales.

El primer rasgo que hemos descubierto en Jesús es, pues, este sello de cabal e infalible certeza y de ser acreedor a toda confianza, por eso que posee esta certeza. Si proseguimos nuestro estudio, le descubriremos también como el más tierno de los corazones, un padre, una madre, a un hermano, una hermana un verdadero amigo que no ostenta su superioridad, ni hace gala de inmerecida condescendencia: el mismo siempre para todos y cada uno, que conoce y penetra con simpatía todos los corazones que se le abren confiados, y no confunde jamás un hombre con otro, ni se fastidia con alguno por echar de menos un ausente, ni menos aún excluye a uno por causa de los demás, ni disminuye el amor e interés que a cada cual profesa porque son muchos los amados.

Por otra parte no es nunca flojo, débil, ni tan indulgente, o cegado por el afecto que no vea los defectos o imperfecciones de su amado. Con prodigalidad hace particioneros de su amor a todos los que quieren aceptarlo, aun a los más desechados por el cariño humano, sin que ninguno pueda llamarlo lánguido o sentimental. Es El tan verdadero, tan magnánimo, tan olvidado de sí mismo en sus intentos, tan sencillo en sus miras, tan incapaz de engañar, que no puede menos que conquistar el amor de aquellos que son atraídos por su presencia. Pueden los hombres vituperarle y acusarle de otros delitos, pueden decir que obra por poder de Belzebú, que es un poseso, un impostor, y un blasfemo; pero nunca pudieron decir, aunque amó mucho y no ocultó su amor; y aunque se abajó hasta lo más vil y degradado, aun con escándalo de algunos – que su amor era otra cosa que comprensión y verdad y generosidad, y virtud que todo lo sufre y todo lo dignifica, y es en sí perfecta.

Otro rasgo que pronto advertimos es su constancia. Tiene un trabajo definitivo que hacer, una vida que vivir y una muerte que morir, que están escritos en cada página de su historia, en sus viajes, en sus enseñanzas, en su actitud para con los hombres tanto como lo repite e inculca en cada una de sus palabras; y nunca, ni por un instante titubea en su cumplimiento. Puede oprimirlo el fracaso, pero no desalentarlo; la contradicción puede alterar sus planes, pero no quebrantar sus planes, pero no quebrantar sus esfuerzos; la malicia no le amarga, el engaño, la falsedad, las asechanzas y acciones, la deserción, amigos engañosos, compañeros infieles o tímidos, la falta de fruto en todas sus obras aun el desprecio deliberado no pueden quebrantar su abnegación, ni hacer temblar su mano bondadosa, ni vacilar su pie en las montañas.

Nada de esto puede alterarle: siempre y en todas partes, desde el principio hasta el fin es siempre el mismo; parece no hacer caso de las necesidades ni del fruto de sus trabajos. Sea cualquiera el resultado tiene una misión que cumplir y su realización es lo único a que atiende. Trabaja sin el interés de la recompensa, su afana sin pedir descanso, camina con seguridad por la senda de la vida hasta su fin “dando testimonio de la verdad,” “hablando como quien tienen autoridad,” siempre “haciendo el bien por doquiera” a todos indistintamente, al que lo merece y al que no lo merece, al amigo y al enemigo, a propios y extraños, a todos aquellos que se dignen aceptar de su mano las bendiciones que derrama a su paso.

Estas tres notas que en El hemos descubierto: la seguridad y absoluta certeza de su conocimiento, la infinita ternura de su corazón, la constancia de su proceder, nos llevan como de la mano para considerarle extendiendo sus ojos hacia los hombres con mirada de infinita bondad. Jamás ser humano alguno se ofrece a su vista sin que le penetre con un juicio exacto, en verdad, pero infinitamente temperado por el amor, le interprete con íntima comprensión, le reciba con la bienvenida de la amistad. No puede tampoco excogitarse bien alguno a favor de los hombres, ni es posible una Interpretación benigna de los humanos extravíos que no encuentren lugar en su mente.

Mientras otros encuentran razones para condenar justamente, El les encuentra para salvar; mientras la justicia pone un límite al tiempo para arrepentirse y permite a la ley seguir su curso, El aguardará hasta el último momento y se inclinará finalmente al perdón. Jesús no fuerza a los hombres: les tiene demasiadas consideraciones para hacerles violencia; se ofrece a sí mismo y aguarda el desenlace. Cuando ellos sienten codicia de El, les invita a acercarse. Algunas veces es el quien da el primer paso, pero de ordinario han de ser los hombres quienes lo den, y cuando realmente se acercan, cuando le dejan ver que le desean, brillan entonces sus ojos y su Corazón se expansiona, y su mano se abre y cada gesto suyo y cada mirada trasluce el interés, y la simpatía y el más vivo anhelo. Nunca está tan a punto de parecer fuera de sí como cuando un alma suplicante le demuestra que se fía de El y le corresponde, pues no puede menos entonces de soltar las compuertas del encendido efecto de su Corazón.

Son estos los cuatro rasgos característicos que nos dan la fisonomía de Aquél “que viene de Edom y de Bosra con las vestiduras teñidas, hermoso en su vestido, que camina en la muchedumbre por su fortaleza” (Is., LXIII, 1), como los cuatro Evangelios le describen con insistencia. Este es Aquél a quien, cuando el mismo Evangelista se esforzó por describírnoslo con palabras abstractas, no pudo hacerlo sino diciendo con el Profeta: “No quebrará la caña resquebrajada, ni extinguirá la llama que humea”, (Mat. XII, 20), a quien, sin embargo, llama el mismo Profeta: “Admirable, Consejero de Dios, Fuerte, Padre del siglo venidero, Príncipe de paz”. Lo vemos claramente ante nosotros y sabemos que no nos engañamos; es el Hombre de conducta firme e inquebrantable, aunque sin sombra de dureza; grave en su mirar que inspira silencio sin dejar por eso de atraernos. Sus ojos se extienden a lo infinito, sin que ni una sola alma se escape, sin embargo, a su mirada, y lucen como velados por lágrimas, a pesar de ser penetrantes como los ojos del águila. Sus labios tiemblan como los labios trémulos de una virgen pudorosa aunque son tan firmes que comunican valor a los más débiles; sus pensamientos son tan profundos que dan materia de reflexión a los más sabios, aunque es El tan sencillo que hasta los niños logran entenderle. Traspasa los límites de la vida, y no hay una flor en los campos, ni un pájaro en los aires, ni un despechado pedrusco en el camino que le pasen inadvertidos o le sean indiferentes. Artesano de manos encallecidas, siente en su cerebro y corazón un anhelo ardientísimo de trabajar, y está siempre a punto de cesar en su faena cuando puede ser útil a sus compañeros. El celo por la Casa de su Padre le consume, la verdad y la justicia le enamoran y es al mismo tiempo paciente y misericordioso hasta cuando le hieren, delicado como la más delicada de las madres.

Estos rasgos y otros muchos descubrimos en Jesús: amor a la soledad, aunque “sus delicias son morar con los hijos de los hombres”; amor a la oración, aunque no sabe arrancarse de la muchedumbre que le sigue ni aun para tomar alimento; amor a la paz, aunque sus días son un batallar continuo; ardiente deseo de no sobresalir entre los demás, aunque no puede ocultar de los hombres aquella que les incita a proclamarle su rey… Pero es inútil proseguir describiendo su figura, a medida que avanzamos en su conocimiento la fascinación que ejerce su persona aumenta más y más; cada nuevo paso, que damos le penetramos con mayor claridad, porque nada hay en El que no sea perfectamente transparente; y, con todo, también a cada nuevo paso que damos nos convencemos más y más de que aún no hemos dicho nada. Los Evangelistas lo conocían mejor que nosotros y no osaron describirlo; se contentaron con presentárnoslo en su narración predicando el Reino, sanando los enfermos, compadeciéndose de la multitud o retirándose a la montaña para orar, porque comprendían que al obrar así no obscurecerían su figura con la minuciosa pintura de los pormenores. Lo escritores evangélicos sabían que su misión era dejarnos en un sencillo relato de los acontecimientos materia de reflexión para las generaciones venideras, que no sería jamás agotada por ellas.

Y verdaderamente es así, A medida que atendemos más al relato evangélico y lo repasamos con una mirada de fe, animados por la esperanza y la confianza, vemos que el retrato se hace más vívido y las facciones más expresivas. Sí, son las suyas. Lo sabemos “Hallé al que ama mi alma; yo le así y no le dejaré” (Cant., III, 4). Otros retratos suyos, otras copias y facsímiles trazados por artistas más recientes sin duda que nos son de provecho, pero todos tienen sus limitaciones; algunos son exagerados, todos son imperfectos y ninguno nos satisface por completo. La vida que todos ellos poseen la han recibido del sublime original, y solamente en la medida de que él participan tienen ellos alguna inspiración.

II

En las anteriores líneas hemos procurado reunir algunos rasgos sobre Jesús, como nos lo muestran los Evangelios. Si queremos otros rasgos y sobre todo más pormenores sobre el Maestro hemos de procurar reunirlos nosotros mismos. Los puntos que hemos tocado no son sino cuatro líneas directivas, cuatro pinceladas, alrededor de las cuales podremos agrupar muchas otras si deseamos. No será éste un trabajo arduo pues Jesús no es difícil de ser descubierto, no son necesarias muchas psicología y análisis para conocerle.

Es Jesús la misma simplicidad y verdad, la misma mansedumbre y humildad de corazón y por la verdad y simplicidad, por la humildad y mansedumbre fácilmente le hallaremos. No olvidemos aquella plegaria de acción de gracias escapada de su pecho cuando el letrado se retiró de El desdeñosamente: “Doy gloria a ti, Padre Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas a los sabios y entendidos y las has descubierto a los párvulos” (Mat., XI, 25), ni tampoco aquellas sus palabras de amonestación: “Si no volviéreis e hiciéreis como niños, no entraréis en el reino de los cielos”. (Mat., XVIII 3).

Bien vale la pena que gastemos un momento en ponderar el significado de estas palabras. Nos quejamos de la falta de fruto, de la sequedad y vació que experimentamos en la oración. Con frecuencia, aunque sin darnos cuenta de ello, parecemos apuntar ni al fruto de la oración sino del estudio, codiciamos ese conocimiento reflejo que proviene de la meditación puramente intelectual e investigadora y no esa mirada más profunda, esa comprensión más plena, ese abandono que se funda en la fe, en el amor y la esperanza que es el verdadero fruto de la oración, en el cual no puede ser pesado por libras, ni medido por yardas, como no puede ser pesada ni medida la vida del hombre.

En otras palabras nosotros juzgamos con las normas de una falsa prudencia humana y no con las normas infalibles del niño que nos recomienda Jesucristo. Un niño para conocer y amar a su madre y confiar en ella, necesita únicamente de su compañía. Precisamente así hay también un conocimiento de Nuestro Señor que no nos le pueden dar los libros ni la reflexión sino únicamente el vivir en compañía de Jesús tal como nos le presentan las páginas del Evangelio trabajando su jornada en Nazaret, quieta, monótona, hasta el puntote hacernos olvidar de su presencia; deslizándose en silencio por las laderas de las montañas, hasta que eso llegue también a hacérsenos un hábito; o caminando por las riberas desconocido de todos, excepto de uno el único que tiene ojos para ver…; o presentándose firme y franco ante el pueblo para prescribir, rogar, reprender, o consolar, pero siempre como el mismo pilar de fortaleza en que todos pueden encontrar apoyo; sentándose a la mesa con amigos y enemigos, objeto de un trato familiar aunque siempre reverente, despreciado por unos y temidos por otros, aunque sin dejar nunca de ejercer ese sentimiento de atracción intima que expresa la frase “sólo Jesús”; durmiendo en la barca, débil, aunque todopoderoso; de tal manera compasivo inclinándose hasta el más bajo, que por eso mismo los hombres quieren proclamarle su Rey; denunciando el mal como un trueno que intimida el más violento, mientras los niños pueden siempre jugar de rodillas. Si acompañamos a Jesús en todas estas variadas actuaciones de su vida en el ajetreo de las calles, o en los apartados senderos, en el estrépito de Jerusalén o en el retiro de Betania –podremos conocerle por nosotros mismos tal como es y darnos cuenta que le conocemos, aunque no sepamos tal vez, ni tengamos –ni nos preocupe el tenerla- una sola palabra con la cual expresarlo. “Es el Señor”. “Yo para mi amado y mi amado para mi”. “Conozco a Aquél en quien me he confiado”. Esto basta.

¡Oh mi Señor Jesucristo! ¡Deseado del mundo, el más hermoso entre los hijos de los hombres; vuestros propios enemigos caen postrados ante Vos y reconocen la majestad de vuestro continente, la armonía de vuestro carácter, el atractivo de todo vuestro ser! ¿Cómo puede ser haya hombres para quienes paséis inadvertido? Y, lo que es más ¿Cómo puede ser que aun para nosotros paséis también inadvertido?. Y, sin embargo, es así. Creemos nosotros en Vos, os conocemos con certeza, en Vos fundamos nuestra vida presente y nuestra esperanza para lo porvenir, y a Vos clamamos. Os necesitamos no solo por ser el Hombre perfecto, sino por ser Dios verdadero de Dios verdadero: vemos en Vos el alfa y el omega, el principio y el fin, la clave de todo lo creado, la fuente de donde procede cuanto de bueno hay en el mundo, y, sin embargo… ¡ay! A pesar de todo esto y de saber que es verdadero y de pensar en nuestros momentos de emoción que daríamos felices nuestras vidas en testimonio de esta verdad, con todo en el instante siguiente podemos ignoraros, podemos oponernos a Vos podemos recorrer el camino de nuestra vida como si vos nunca hubiéseis existido!

Y hay algo aún más sorprendente. Nosotros, los que poseemos la luz, podemos alcanzar el profundo sentido que nos esconden las sencillas palabras del Evangelio; con el magisterio de vuestro Apóstol S. Pablo podemos vislumbrar lo que significa vuestra Resurrección, que habiendo una vez resucitado de entre los muertos no habéis de volver a morir, pues la muerte ya no tiene dominio sobre Vos, y que vivís por tanto ahora como vivíais entonces, que el Jesús de ahora sóis el mismo de entonces, la misma verdad perfecta, la misma luz fascinadora, la misma comprensión afectuosa, el mismo Corazón que palpita, “Jesucristo el mismo ayer, hoy y siempre” (Hebr., XIII, 8); podemos ver todo esto y penetrarlo suficientemente, podemos conocer que existís, que existís aquí y ahora cabe nosotros y, con todo, podemos también pensar y obrar y ordenar nuestras vidas como si Vos no existiéseis, como si nada significáseis para nosotros. Con ojos de fe podemos ver vuestra faz resplandeciente en la obscuridad, impregnados de esperanza podemos sentir cómo se extienden vuestras manos para estrechar las nuestras, enamorados de Vos podemos distinguir el acento de vuestra voz como lo escucharon vuestros compatriotas de Galilea, susurrando nuestros nombres, hablándonos de un amor que las palabras humanas son incapaces de expresar… Estos son nuestros sentimientos y su propia evidencias nos demuestra que son verdaderos, que no son un sueño, ni un desahogo de un puro sentimentalismo; y, con todo, fascinados por una fruslería podemos apartar nuestra mirada de Vos, y proceder como si prefiriésemos cesar ya de caminar junto a Vos, y como si nunca hubiésemos aprendido “a gustar cuán suave es el Señor”.

Y lo que es aún más extraño, podemos escuchar vuestras palabras que nadie, es capaz de oír, puede dejar de entender en su verdadero sentido, por las que os entregáis a nosotros para ser nuestro esclavo, nuestro alimento, nuestra vida, nuestro continuo compañero y, a pesar de ello podemos permanecer inconmovibles. Unos pocos hombres en las pasadas edades os han conocido de veras, y una vez que os han conocido han reputado todo lo demás como estiércol en vuestra comparación: os han amado y tan pronto han comenzado a amaros se han convencido que ningún otro amor podría apartarle de vuestro, amor de los amores; se han entregado totalmente a Vos, y tan pronta han hecho la renuncia han comprobado la fortaleza y heroísmos de que eran capaces: la fortaleza que vence la tortura y hace de la muerte un juego de niños, y todo lo trueca en alegría. Esto lo podemos ver todos; lo podemos admirar y aprobar: podemos decir que quienes así se han entregado a Jesús han obrado de la manera más cuerda, porque han orientado su existencia hacia su verdadero fin, han llegado a identificarse con la verdadera vida de nuestra vida y alcanzado aquella semejanza con Jesús que es el dechado de los hombres… Podemos ver claramente todo esto y confesarlo así; después sin embargo, dar media vuelta y proseguir nuestro camino como si estas verdades nada significasen para nosotros.

Verdaderamente ¡qué cosa tan extraña es el hombre! El que cree pero no ha subyugado su vida y el que no quiere creer piensan que se rebajan y humillan al reconocer tan grande y sublime verdad. ¡Humillante el reconocer a Jesucristo! ¡Humillante el reconocerlo por mi Hermano siendo así que su parentesco eleva mi linaje hasta la realeza! ¡El llamar mi amigo a Aquél cuyo Corazón dilata las expansiones del nuestro más allá de los límites del mundo!
¡Humillante el escoger por compañero, a Aquél cuya compañía da a mi vida un nuevo significado! ¡el reconocer por mi guía a Aquél cuyo servicio es título de nobleza, el erigir por mi ideal a Jesús el ser más sublime del universo! ¡Humillante el ser vencido por Jesús! Si el hombre piensa así o si lo que es aún peor procede en consonancia con este dictamen ¿merecerá acaso a Jesús? ¿Será acaso acreedor al ofrecimiento de la vida, al derramamiento de la sangre de Cristo? Sí, “Sí” responde Jesús aún a esta pregunta; y es ésta la última revelación de su carácter, la corona de su fisonomía, una revelación que deshacía el corazón de San Pablo y debería deshacer el corazón de todo hombre que quisiese dejarse penetrar por aquel “Cristo que amó”, me amó a mí “y se entregó a sí mismo por mí”… aun por mí (Gal., II, 20).

III

Cuando yo era más joven, novicio aún en la vida religiosa y me conocía menos, y conocía menos a los demás, lleno de santas ambiciones en la vida espiritual andaba en busca de guías que me enseñasen la cumbre de la perfección. Buscabala en los libros y en es estudio, en planes y esquemas que excogitaba o trazaba sobre el papel proponiendo ante mi vista el modelo de las virtudes y meditaba su belleza, y me proponía adquirirlas y para lograrlo mejor subdividía, la analizaba y componía sus tramos como los de una escalera. Esta semanas, siguiendo el consejo de los autores espirituales que tenía entre manos, adquiría la virtud de la paciencia, la semana próxima guardaría estrictamente mi lengua, la semana siguiente sería consagrada a la practica de la caridad; vendría después el espíritu de oración y, tal vez, antes de un mes o dos tendría un éxtasis y vería al Señor. Ahora que he envejecido un tanto y me encuentro aún peleando por la primera de estas virtudes –y aún eso en un grado muy elemental- aleccionado en parte por las propias dolorosas experiencias y en parte por los progresos de otras almas de que he sacado muchas enseñanzas que no había podido nunca soñar, me he convencido de que hay un camino para la perfección mucho mejor que cualquier otro, descuidado el cual no nos serán los demás de gran provecho. Porque es posible adquirir una aparente perfección en las virtudes y con todo estar lejos de ser un santo. Pocos hombres han empleado tanto el mecanismo del examen particular como cierto ateo bien conocido en quien nunca logró brillar una centella de religión. Por otra parte, es posible ser un gran santo y, a pesar de ellos, se imperfecto bajo muchos aspectos: preguntad si no a todos los santos y os contarán sus muchas faltas y defectos. Una cosa con todo es imposible: de todo punto imposible es crecer en el conocimiento y amor e imitación de Jesucristo sin crecer al propio tiempo en todas la virtudes y acercarnos cada día más y más a la santidad.

Por esto, si me fuese permitido comenzar de nuevo mi vida espiritual procuraría encauzarla por aquí y por aquí encauzaría también las vidas de todos aquellos que Dios pusiese bajo mi cuidado. Todas las prácticas piadosos son ciertamente algo buenas. Vale mucho ser siempre pacientes, diligentes en el empleo de nuestro tiempo, considerados con aquellos que nos dan que hacer, prudentes en el uso de nuestra lengua; pero “¿por ventura los paganos no hacen también esto?”: y ¿no es posible poseer todo esto y permanecer tan soberbio como Lucifer? Aun me atrevería a decir que el mismo demonio puede poseer muchas de estas cualidades. Puede uno ser muy prudente, estar muy atareado, hablar palabras melífluas, acomodarse a las necesidades de los demás, ser el más atrayente de los compañeros, sin que posea lo que constituye la esencia de la virtud, sino el barniz exterior. La verdad; la santidad comienza sólo cuando dichos actos proceden del fondo del corazón; y esto se logra casi únicamente por el amor. La criatura se transforma cuando ama, mientras que antes de que ame apenas si superficialmente se altera. Resulta así ser verdad que el conocimiento y amor de Jesucristo llega más a lo íntimo del hombre que ninguno de los esfuerzos de los estoicos por alcanzar la virtud; aquél es carne y sangre, éstos sólo huesos blanqueados; aquél la vida y vigor, éstos no son sino perfección muerta. La imitación de Jesucristo incluye todas las virtudes, hace que nos las apropiemos sin darnos cuenta y no como algo postizo y sobrepuesto sino que las produce de sí misma a la manera que la tierra caldeada produce sin darse cuenta, la belleza de las flores primaverales.

Y descendiendo ahora a la práctica, he aquí lo que respondería a quien me pidiese una aplicación de esta doctrina.

1.- Leed libros espirituales tantos cuantos sea conveniente y con la intensidad que convenga, pero no midáis vuestro aprovechamiento en la vida espiritual por el número de libros que hayáis leído, ni por la suma de conocimientos que os aporten. Recordad la amonestación de San Ignacio: “no el mucho saber harta y satisface el ánima, más el sentir y gustar de de las cosas internamente”. Leed, pues, para este poder sentir y gustar internamente de las cosas, pero no consideréis una pérdida irreparable el que haya libros que no hayáis leído, o autores de que no tengáis noticia. Leed, sobre todo, las Escrituras, especialmente los Evangelios, con una mirada menos puesta en vosotros mismos y más puesta en Aquél a quien ellos describen. En ellos más que en ninguna otra lectura encontraremos el verdadero conocimiento y se acrecerá nuestra verdadera espiritualidad.

2.- Tengamos conversaciones espirituales, pero no tanto sobre nosotros mismos y nuestras ruines faltas, ni aún sobre nuestras pequeñas virtudes y aspiraciones sino más bien sobre El y su excelsa perfección, olvidándonos de nosotros mismos, ante el brillo de su gloria. Si obramos así perderemos, es verdad, la satisfacción –harto peligrosa a lo menos- de vernos crecer en la santidad, pero creceremos en cambio de la manera más natural y completa ante los ojos de Jesús ¿para qué más?

3.- ¿Meditar?.. sí; orar?, sí. Dad a vuestra sedienta alma lo más de esto que podáis, pero no gastéis todo el tiempo en lamentar vuestras pequeñeces y defectos, en remendar las deshechas resoluciones y en recoger esos volanderos ideales que, como nos lo ha enseñado una experiencia cotidiana los erigimos hoy para que se derrumben mañana. En vez de esto dad más y más lugar a vuestra oración al embeberos en la presencia de Jesucristo, fortificaros con su compañía, enamoraros de la belleza del más hermoso de los hijos de los hombres, alegrándoos de su amistad, interpretando sus sentimientos, simpatizando con las alegrías y tristezas de su Corazón… Llenemos nuestra plegaria con estas cosas; penetremos por sus heridas hasta su misma alma; miremos después por sus ojos, arriba, al cielo…. Y a la tierra…; y nosotros, pequeñines, postrémonos a sus pies, que aunque olvidemos así nuestras personales ambiciones de medro espiritual llegaremos, en cambio, sin darnos cuenta de ello as ser lo que El fue.

4.- ¿Hemos de examinar nuestras conciencias? Ciertamente; pero no convirtamos el examen en un continuo regañar y atormentar nuestra alma, cosa bien poco recomendable, como nos lo enseña una larga experiencia. Dejemos, en su lugar, que Jesus nos mire con sus divinos ojos; mirémonos a nosotros mismos a través de esos ojos suyos; veamos la alegría que le causamos, para animarnos, la tristeza, para nuestra contrición confiada, la sonrisa que brota de su faz al vernos en su presencia, o el entristecido dolor de compasión que le causamos… y, cosa extraña sería que esta constante vista de Jesús no produjese un efecto perdurable.

IV

Hay todavía un punto obscuro que desearéis sin duda esclarecer. Demos por establecido que el conocimiento y amor de Jesucristo sea el punto más importante de nuestra vida espiritual y que conozcamos también de alguna manera el mejor modo de alcanzarlo. Nos sentimos con todo tentados a aventurar aun una pregunta: ¿podemos conocer con certeza que hemos alcanzado este amor?; y, en caso afirmativo ¿Cómo podremos conocerlo? Hay muchas maneras de reconocer el amor: algunas verdaderas, muchas falsas; unas buenas hasta cierto punto, pero incompletas, otras que no son sino manifestaciones de sentimientos pasajeros. Las pruebas del perfecto amor son de ordinario muy distintas de estas mudables afecciones y desprovistas por lo común de todo sentimentalismo.

Podemos comprobar esto en la vida ordinaria; decimos que dos amigos se entienden y se aman cuando sus mentes concuerdan y simpatizan sus almas. Ven ellos las cosas de la misma manera, aspiran al mismo fin; cada cual tiene en cuenta el criterio y manera de ver de su amigo para llegar a pensar lo mismo que él; casi sin darse cuenta sus mentes se armonizan, llegan a asemejarse en todo. Esta es la mejor de todas las señales. Así sucede también entre el amante de Cristo y su Amado. A medido que su trato se va haciendo más frecuente e intimo ven las cosas todas bajo un mismo aspecto, sus miras se identifican, aspiran el mismo fin y acepta uno la interpretación de la vida que le da el otro. Ve al principio el pecador su propia maldad en toda su odiosa torpeza; poco a poco la va mirando con los ojos de Jesucristo y ante esa luz le aparece infinitamente peor; luego aquellos mismos ojos suavizan la horrible pintura porque brotan en ellos las lágrimas de compasión y misericordia, el odio que concibiera de sí propio se tempera y convierte en humillación; la humillación en súplica; y el alma que primeramente se reconocía indigna de toda consideración viéndose a sí misma como la ve Aquél que la ama encuentra en su misma dignidad una razón para llegarse más a El, para esperar y para amar y hasta para alegrarse en sumo grado de su bajeza.

Con aquellos mismos ojos mira luego el camino de la vida y encuentra nuevos ideales a que consagrarse ¿Cuáles son estos? No le cuesta trabajo el descubrirlos porque los dejó Jesús establecidos al caminar delante de nosotros en este mundo. “¿No sabíais que había de ocuparme en las cosas que son de mi Padre?” “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo” (Mat. VI 10): “Aquél que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los cielos ése es el que entrará en el Reino de los cielos” (Math. XII. 50); “Todo aquél que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los cielos ese es mi hermano y hermana y madres”; “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió” (Juan, IV, 34); “No busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Juan, V, 30); “Descendí del cielo, no para hacer mi voluntad sino la de Aquél que me envió” (Juan VI, 38); “He acabado la obra que me diste a hacer” (Juan XVII, 4); “Padre no se haga mi voluntad sino la tuya” (Luc. XXII, 42). Así pues, son muchos los lugares en que Aquel todopoderoso amador de los hombres nos da la clave del problema de la vida: “Al principio del libro esta escrito de mí. Para hacer tu voluntad; Dios mío, quíselo y tu ley en medio de mi corazón” (Ps. XXIX, 8).

Por este camino el que ama verdaderamente a Nuestro Señor, casi sin darse cuenta, -y aun sin hacer de éste su proceder una especial virtud,- simple e instintivamente porque su corazón late al unísono del Corazón de su amado, hallará que va viendo mejor la voluntad de Dios en todas las circunstancias de la vida, que hace de ella su única aspiración, que la anhela como el remedio para las enfermedades de los hombres y que encuentra en su cumplimiento su mayor satisfacción. Aquél para quien la voluntad de Dios llega a ser su espíritu puede estar seguro, a pesar de los sentimientos que agiten su alma, y a pesar de que le parezca dar pocas muestras de su afecto, que su amor a Jesucristo es verdadero, fructuoso y va en aumento.

Notamos también en aquellos que se aman que tienden a unificar no sólo sus mentes sino también sus corazones. No sólo piensan e interpretan las cosas de la misma manera, aspiran a los mismos fines, y usan de los mismos medios, sino que también a donde tiende el corazón del otro. Por el amor se ama lo que el amado ama y porque el amado lo ama; una vez que el amante lo conoce no hace ulteriores preguntas, y si las hace es solamente para descubrir nuevos motivos de amor.

Por tanto si nuestro conocimiento y amor de Jesucristo son verdaderos hallaremos que sentimos lo que El siente y como El lo siente; sufrimos como El sufre y por las mismas razones; nos alegramos con sus alegrías sus ojos; ponemos nuestras alegrías y porque vemos brillar de amor donde El lo pone y en la medida que El lo pone. Y ciertamente es éste el único medio que El mismo nos da para distinguir si nuestro conocimiento y amor para con El son verdaderos: “Si me amáis, dice, guardad mis mandamientos” (Juan, XIV, 15). “Si alguno me ama guardara mi palabra” (J XV, 23). Y ¿Cuáles son sus mandamientos, cuales sus palabras? Con claridad meridiana nos los expresa Jesús: “Este es mi mandamiento, que os améis los unos a los otros”; “Un nuevo mandamiento os doy, que os améis los unos a los otros” (Juan XIII, 34). “En esto conocerán todos que sóis mis discípulos, si tuviéreis caridad entre vosotros” (J XIII, 35).

He aquí, pues, una segunda manera de comprobar si estamos realmente creciendo en el conocimiento y amor de Jesucristo; si lo estamos, iremos también inevitablemente creciendo en el amor y comprensión de nuestros prójimos. “Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeñitos a Mí lo hicisteis” (Math.) Bueno es aspirar a la caridad por su propia excelencia, practicarla como una disciplina sobre nosotros mismos, proponérnosla como piedra de toque de nuestra buena crianza y comportamiento, como sello de una buena educación, prueba de la bondad de nuestra naturaleza, de la longanimidad de nuestro carácter, y hasta como ideal espiritual definido en sí mismo. Pero hay con todo un camino mejor que ninguno de éstos para adquirirla, y es el crecer en el conocimiento y amor de Jesucristo. Más aún; en su comparación apenas si merece el nombre de caridad la virtud adquirida por esa disciplina y entrenamiento metódico, porque la caridad es amor y el amor mora en el interior y viene de dentro; tiene sus raíces en el corazón y de allí se expansiona; no es por tanto algo meramente postizo ni el resultado de una disciplina externa, sino el fruto de una íntima preparación del corazón. El hombre que realmente aprende a amar hará actos de amor, pero no siempre es verdad que el hombre que ha aprendido a hacer actos externos de amor sienta realmente este interior afecto y es éste el peligro de adquirir la caridad por la sola práctica exterior. En cambio la caridad adquirida por el verdadero amor de Jesucristo está libre de tales engaños; nace espontáneamente, y como una brizna de hierba que rompe a través de la tierra da al principio pocas muestras de su verdadera naturaleza, así también el amor verdadero vive en humildad, aguarda su tiempo, muestra su afecto principalmente por la paciencia y el sufrimiento por la humilde sumisión y por el servir a los demás; y concordando en todo con su amado aprende a amar como El ama, por la razones que El ama, y de la manera con que El ama hasta que llegado el día del sacrificio pueda ostentar que no era estéril.

Hay aun una tercera prueba del verdadero amor que incluye las dos precedentes y va más allá de ellas; y aunque por lo que al conocimiento de nosotros mismos se refiere puede ser quizás de menos interés, tiene, con todo, una gran importancia. “El amor hace semejantes”. Aquellos que se aman sin siquiera darse cuenta se parecen más cada día: en su manera de ser, en su porte y modo de obrar, en su expresión, en el mover el pie y en el juego de la mano, hasta puede ser que en las mismas facciones tienda a manifestarse la semejanza. Conozco una Orden Religiosa cuyas monjas tienen casi todas algo característico en su manera de andar. Y creo que si con los ojos vendados fuese yo introducido en uno de sus conventos y pasasen junto a mi una o dos de las hermanas, sería capaz de descubrir dónde estaba. Creo que estas religiosas han heredado esta peculiaridad de su santa Madre fundadora; había ella establecido su Orden en el amor y de aquí el parecido.

Así acaecerá también entre el amante de Cristo y su Amado. La comunicación producirá por sí misma, silenciosamente, su afecto: el amante de Cristo vendrá a obrar como El, será su viva copia, expresará su carácter, brillará la misma resolución en su mirada, adquirirá el mismo gentil ademán de su mano, la misma paz y naturalidad combinada con energía en todo su continente. Los pensamientos palabras y acciones de Cristo encontrarán eco en aquél que le ama; vive, pero gradualmente ya no vivirá en sí, sino que Cristo vivirá en él. Así conseguirá de eras “vestirse de Jesucristo”; y cuando haya alcanzado esto lo habrá conseguido todo. No necesitará otro maestro, poseerá la virtud que le faltaba; la oración será espontánea y por sí mismo resolverá sus problemas; cuando lo reclamen las circunstancias “hablará como quien tiene autoridad”, “ira por doquiera haciendo el bien”, sufrirá tal vez, “quizás hasta la muerte”, pero “su tristeza se convertirá en gozo” (Juan, XVI, 20), porque en él se cumplirá la voluntad de su amado: “para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea cumplido. (Juan, XV, 11).


IMPRIMATUR.
Luis Maria
Arzobispo de México.


México, D. F., a 12 de septiembre de 1939.


¿Tienes algún comentario?


Recomendar este documento a un amigo

Email de tu amigo: